El gobierno reformador no ha podido aprobar ninguna reforma: se le hundieron las reformas a la educación, la salud, la mal llamada reforma a la justicia, y al parecer ese destino tendrá la reforma tributaria, y ojalá así sea.
La reforma tributaria tiene, por supuesto, algunos aspectos positivos, como el intento de reducir los costos del trabajo formal en el país. Es posible que no genere de inmediato nuevos puestos de trabajo; sin embargo, es un esfuerzo en la dirección correcta. Colombia tiene una población significativa que trabaja en la informalidad, y es deber de las instituciones hacer todo lo posible para regularizarla. No obstante, el grueso de la reforma, su filosofía, va en una dirección equivocada.
Se dice mucho que el país requiere una reforma tributaria estructural, y es cierto. Tenemos un sistema complejo, lleno de vericuetos y aranceles diferenciados según el negocio, y la palanca. El bajo número de personas naturales y jurídicas que pagan el impuesto de patrimonio es una señal de los niveles de evasión y elusión.
Ese es el gran problema de la tributación colombiana; nos hemos hecho expertos en no pagar, en buscar huecos en la ley para disminuir o eliminar impuestos, aprovechando esa truculenta y confusa normatividad.
Lo lógico es que la reforma empezará por crear los mecanismos para reducir esos fenómenos: simplificar las normas, dar claridad y transparencia, eliminar las conductas ya conocidas de elusión, en fin, buscar que quienes deben pagar y no pagan, lo hagan. Para eso, convendría la sistematización de todas las escrituras y predios del IGAC para revisar que los dueños paguen la renta. Además, para hacer cruces de la información financiera, controlar las inversiones en acciones, los trucos.
Sin embargo, el Gobierno no hizo ese esfuerzo. Se limitó a lo más fácil: imponerles impuestos a quienes pagan y es fácil cobrarles: los asalariados.
Bajar los impuestos de renta y los pagos de los parafiscales del ICBF y Sena se justifica como un intento para ajustar las normas tributarias de las empresas a las realidades de los países con los cuales ya tenemos TLC; pero, lo que dejan de pagar las empresas se le traslada a los asalariados, por puro facilismo. No se trata de que, como sostiene el Gobierno, los más ricos paguen. Los más ricos no reciben sueldos, sino que manejan sus recursos mediante sociedades y los invierten en el sistema financiero —sin 4 x 1.000, salen y entran hacia el exterior sin la tramitomanía que nos toca a los demás—. Por otra parte, toda la economía informal del país, que también mueve cuantiosos recursos, está exenta de todos los impuestos.
Por su lado, esos asalariados, fáciles de trasquilar, pagan ya muchos impuestos: las retenciones por salud, pensiones, riesgos profesionales, la retención en la fuente. Y luego con lo que queda, pagan el 4 x 1.000, el IVA, sobre todo lo que consumen. Pagan los subsidios para los más pobres en todos los servicios públicos, pagan predial, rodamiento, valorizaciones, sobretasa a la gasolina, peajes, eso sin contar que son también quienes en últimas pagan los aranceles de todos los productos importados. ¿Tiene el Ministerio de Hacienda los cálculos de cuál es el porcentaje del salario que se paga en impuestos?